Starry Night - Van Gogh

Starry Night - Van Gogh
Starry Night

lunes, 18 de marzo de 2013

``Las arenas´´

LAS ARENAS I Un instante después del click del interruptor, escuché el parpadeo metálico del tubo fluorescente del baño. Vi, bajo la blanca luz, el reflejo devuelto por el espejo: un rostro extenuado, vacío. Es curioso cómo a veces esa imagen nos parece falsa, ajena. Se estaban formando, debajo de mis ojos, una serie de líneas grises, semicirculares, que oscurecían y marchitaban la mirada... Con un chirrido, el grifo dejó escapar un chorro de agua cristalina, fresca, cuya simple visión me resultó reconfortante. Observé un rato el agua arremolinarse en torno al sumidero, junté ambas manos y dejé que una buena cantidad se depositara en ellas; sorbí casi con desesperación un buen trago y cerré el vertedor, tomé las llaves y salí. Miré el reloj. Daba las nueve de la mañana. Tenía que ir al barrio de Saavedra. Un trámite rápido que no podía -ni quería- postergar. Saavedra... me gustaba deambular por esas calles. Más de una vez, caminando al azar, siguiendo el capricho de éste o aquel recodo, había hallado construcciones que invitaban a la imaginación, la exacerbaban. En uno de esos vagabundeos, unas semanas atrás, había visto una casa tapiada. Pero el jardín frontal, florecido salvajemente y reverdecido, era un elemento extraño en esa casa ciega, con el frente todo revocado y encalado, en el cuál sólo asomaban los marcos -medio ahogados por el cemento- de la puerta y las ventanas, mientras que toda abertura se hallaba cubierta por ladrillos, encimados de una forma desprolija y apresurada que mucho contrastaba con las líneas, por lo demás elegantes, de la vieja casa. Quería volver por ahí, así que planifiqué cuidadosamente el regreso porque no tenía una dirección exacta del sitio. La mañana despejada de finales de primavera se anunciaba calurosa, los colores de la vestimenta estallando en las vidrieras y la gente. El cielo, turquesa de tan azul, se desparramaba hasta el horizonte de casas bajas. Un perfume limpio de jardines me acompañó hasta la oficina en la que tenía que llenar una multitud de formularios intrascendentes para el beneficio ajeno; la secretaria que me atendió, enfundada en una minifalda asfixiante, deslumbraba con su sonrisa de adolescente al muchacho que acercaba los desayunos desde un bodegón con mesitas en la vereda de la acera contraria. El muchacho, todo melaza, le dedicaba su más esmerado cortejo y ella sonaba como una ninfa oceánica caracoleando la risa cascada. Mientras llenaba los espacios de interminables documentos, un olor a salitre montado en una ráfaga de aire hizo que la imagen de la casa tapiada explotara con una nitidez pasmosa en mi mente ¿por qué esa relación? ¿qué detalle perfilado por la memoria había provocado tal intensidad en el recuerdo?. Apresurado, terminé de rellenar los últimos casilleros del formulario de forma mecánica. ¡Solo me faltaban dos! Los mínimos pensamientos que necesitaba para completar las páginas eran una distracción irritante en la escena que contemplaba mentalmente: esa postal viva de un paredón devorando las escasas aberturas clausuradas, dominado por una exuberante, pletórica vegetación, me atraía irresistiblemente. Era curioso: solo se trataba de una casa del montón, sin otro distintivo que aquella faz asfixiada, con el agreste jardín por delante... pero tenía que volver a ella. II Esta vez tenía que volver. Esta vez no era únicamente esa curiosidad que siempre despertó en mí el estar frente a una casa abandonada... porque, confieso, siempre me sentí cautivado al toparme con este misterio modesto, cotidiano, casi tonto, de estar frente a un hogar que por algún motivo dejó de serlo para volverse apenas una construcción deshabitada, fría, inanimada. Me recuerdo con siete u ocho años sentado en la vereda, frente a la casa abandonada que había en mi cuadra, tratando de adivinar su historia o lo que pudiera haber dentro: ¿qué ocurrió con esas personas que ya no la habitaban? ¿Qué pasó con los sueños, las alegrías... y también las penas de esos anónimos? Y por dentro, ¿estaría vacía o llena de muebles igual de olvidados? ¿Habría en esos muebles todavía pertenencias de quienes la ocuparon? ¿Permanecían sus fotos aún enmarcadas en alguna pared... aguardando ojos que ya no eran? ¿Qué secretas costumbres, tiernas o perversas, habrían tenido lugar alguna vez tras aquellas puertas y ventanas, ahora tapiadas?. ¡Ah, cuántos misterios sin chance de respuesta tras puertas y ventanas amordazadas por ladrillos!… como si alguien hubiera decidido no solo prohibir la entrada a extraños con estas barreras, sino también acallar toda una historia, todo un mundo, para siempre. Como entre sueños escuché, atenuada y musical, la voz de la secretaria. Había concluido, por fin, con mis obligaciones. Salí al aire resplandeciente de noviembre, que me golpeó con un súbito, dulce hálito de flores y tierras recién regadas. Forcé en mi memoria, la ruta que debía seguir para llegar, una vez más, a aquella fantástica incongruencia. Porque según recuerdo, la casa estaba flanqueada por dos construcciones modernas y lujosas. Sólo ella se alzaba, orgullosa -como un vestigio de tiempos remotos, a pesar del oprobio de su decadencia- como algo ajeno al presente. Empecé a andar, dudando todo el tiempo del camino, guiándome por recuerdos imprecisos o incluso pálpitos, perdiéndome en ocasiones o volviendo en círculos a los mismos lugares. Comencé a sentirme cansado y a darme por vencido. Toda suerte de pensamientos acudieron en tropel, sin orden y de distinta naturaleza, superponiéndose unos a otros con magnífica persistencia. Me decidí por un desayuno... café, frutas y pasteles. Busqué con la mirada algún bar, pero no encontré en esas calles residenciales nada más que una profusión de casas con sus apretados jardines, en medio del aire diáfano y perfumado de noviembre. Reanudé entonces la marcha en busca, ya resignado, de descanso y comida. Un fuerte hedor a pescado podrido ingresó repentinamente por mis fosas nasales, un olor penetrante hasta la náusea, que oprimía la garganta y producía arcadas. Luego, un sonido crepitante. Podía sentir, bajo mis zapatos, una materia fina, que se rompía y crujía y adhería a las suelas. Entonces, la casa… Allí estaba nuevamente. Como por arte de magia, otra vez estaba frente a su puerta sellada. Allí estaban las flores, de pálidos colores. Allí la hiedra, trepando ciegamente por los muros blanquecinos. Y allí toda la magia de aquella postal que se había instalado en mi mente sin pedir permiso… Sólo que ahora, nuevamente frente al original, podía descubrir nuevos detalles, la mayoría sutiles, como las pequeñas plantas que crecían en algunas grietas… o el camino breve y zigzagueante que podía adivinarse entre el frondoso verde que poblaba su entrada… o el ornamento en la esquina de su cornisa, tal vez un mascarón, cubierto de un oscuro verdín que impedía ver si se trataba de un rostro, un escudo o acaso una gárgola… Pero ningún otro detalle me resultó tan fabuloso, tan inesperado como el de la arena que cubría el camino hasta la puerta e incluso parte de la vereda, ya afuera, bajo mis pies. Esta arena, no era la comúnmente utilizada en mezclas de construcción, de esas que suelen apilar en rincones, en las veredas de las obras en construcción. ¡Era arena de mar! Con sus reflejos dorados... la humedad del salitre. Con sus infinitas constelaciones de ínfimas conchas trituradas... con el intenso, acre aroma de las verdes profundidades del océano. ¿Cómo había llegado hasta allí -y permanecido-? Y decididamente no recordaba haberla visto la primera vez; una repentina sensación de estupor, de horror, me sobrecogió por completo. Me llevé un pañuelo a la boca para escapar de ese tufo maloliente, por suerte un gato -un bicho viejo, tuerto y sarnoso con la cola quebrada y de color indefinido- levantó los pestilentes restos de una merluza, el evidente origen del mal olor, y los llevó lejos en sus fauces, seguramente feliz, pronosticando el deleite. El caso me quitó el apetito. La casona, mientras tanto, emanaba un aura de misterio, extraña por el contraste con las construcciones aledañas, presuntuosas y modernas ostentando antenas satelitales y cámaras de seguridad. Un halo tenebroso envolvía el paredón rústicamente fratachado. Inexplicable. ¿Cómo era posible que una vista tan anodina me transmitiese esa morbosa frialdad? No era solo miedo. El lugar transpiraba recuerdos, sensaciones de que algo macabro e incomprensible había sucedido entre sus paredes inmutables. Tal vez fuera mi imaginación... o bien el hambre que, gracias a que ése gato callejero que alejó el aroma a podredumbre, había vuelto a clavarse en mis entrañas. Giré, tratando de convencerme de ir a buscar ese cafetín para merendar algo y… sí, para alejarme de esa inexplicable sensación, tal vez de peligro, que me había invadido, pero entonces vi el pasillo. Las plantas desbordantes y las formas de la casa confabuladas con los efectos de la luz disimulaban el paso lateral que hasta ese momento no había notado. Avancé por la vereda para poder alcanzar el interior del patio con la vista, mientras mis pasos crujían sobre la arena marina. Vi una puerta de hierro antigua, labrada en hojas y flores que cerraba el paso, dejando intuir un pasillo de mayólicas rojo sangre que se internaba hacia un adivinable patio trasero... Me fui. III Frente al humeante tazón de café y los alimentos -una porción de tarta de ricota y un durazno- no podía dejar de pensar en el escalofrío eléctrico que me recorrió la espalda cuando, ineludible, un pensamiento me arrolló mientras estaba frente a la casa: «tengo que entrar ». Una breve risotada repentina me hizo volcar unas gotas de café sobre el mantel que cubría la mesa. Tenía que entrar… por supuesto… ¿cuánto tiempo más podía evitar reconocerlo? …si desde la primera vez que la vi, probablemente, una parte mía ya lo había decidido. Está bien, me dije, divertido y nervioso, tengo que entrar. ¿Pero cómo? La puerta de acceso al jardín (con un trabajo de hojas y flores de hierro en consonancia con la que daba al pasillo) estaba con seguridad cerrada con llave, y saltar las rejas no era una opción... al menos de día… Pero, dioses: ¿qué fuerza me movía a estos pensamientos? ¿qué me empujaba a tener que hacerlo?, ¿por qué ingresar a ella, tal vez de noche, corriendo riesgos innecesarios? ¡Era absurdo! Pero también era una necesidad febril, excluyente, imperativa, tal vez como la que puede hacer sentir la abstinencia en alguien con muchos años de adicción ¿Qué desconocida fuerza oscura había deslizado sus dedos hasta mi centro más profundo para hacerme reaccionar de esta manera? No tenía dudas de que se trataba de algo maligno, eso era incuestionable, casi una sensación física… y a la vez me causaba risa, porque era adulto, ¡por todos los cielos!, un adulto con horarios, obligaciones, llaves, tres tarjetas de crédito y sin deudas… un adulto en serio, responsable y racional… buen vecino y compañero de trabajo y también hijo y con mi propio auto… y, sin embargo, de repente toda esa realidad parecía de juguete, en cambio el miedo, esa “oscuridad”, allí estaba en mi corazón, tan real como el aroma fuerte y el sabor amargo de mi café negro en la vereda soleada. Perfecto. Absurdo o no, irracional o no, peligroso o no, era un hecho, para qué seguir con vueltas: era ineludible… y lo ineludible ya es un hecho: algo que aunque todavía no ocurrió todos sabemos que es imposible evitar que ocurra. Y esto, lo comprendí en ese momento, equivale a un hecho… Otra cosa es lo probable, pues por muy probable que algo sea no hay forma de garantizar que vaya a ocurrir, pero lo inevitable solo es cuestión de tiempo, no es una posibilidad… y entonces qué es si no es un hecho. Sonriente apuré mi café, que cada vez parecía más fuerte y, ríanse, también más caliente: el maldito me quemó la lengua con el último sorbo. Muy bien, la suerte estaba echada, lo próximo era decidir cuándo y de qué forma burlar las rejas de la entrada y luego buscar una forma de ingresar a la casa. Todos delitos, o no?: violación de propiedad privada, como mínimo… y llegado el caso en que los propietarios se enteren del asunto, bien podrían agregar, sin mucho esfuerzo, vandalismo, usurpación, asalto y vaya uno a saber cuántas cosas más. Inesperadamente esta comprensión, aunque desagradable por lo plausible, me resultó cómica… pero además “inspiradora”: alcé la vista buscando al mozo que me había atendido pero no lo vi… en cambio vi, desde mi mesa en la vereda, que adentro había unas pocas personas, todas en otra, todos distraídos con sus teléfonos celulares u otras distracciones incluso peores… y sin pensarlo me puse de pie para empezar a caminar hacia la esquina con paso cada más presuroso y sin mirar atrás. Dos cuadras más tarde me detuve y, tras comprobar que nadie me acusaba con el dedo ni la mirada, me largué a reír, esforzándome por que sea por lo bajo. Ese “pagadios” imprevisto, más bien intempestivo, ese tonto riesgo, ese pequeño delito que salió bien… esa contravención oficiaba de bautismo, una tontera, sí, pero también una ofrenda y una señal de buen augurio. IV Mientras decidía la manera más efectiva y rápida de forzar la puerta de la casa, busqué en bolsillo de mi camisa, el arrugado paquete de cigarrillos. Con un ruido seco, la cerilla raspó la rugosa superficie de la caja, y la llamarada estalló, amarilla y breve, en el tibio aire de aquel mediodía de noviembre. Fumé nerviosamente, dando largas caladas, exhalando grises y zigzagueantes columnas de humo, dos, tres, cuatro veces, hasta su consunción... arrojé el cigarro al piso enarenado, y pisé el filtro con la punta del zapato, levantando instintivamente el talón, girando el pie hacia derecha e izquierda... no, no había forma de vulnerar aquella puerta de recios barrotes. En un súbito rapto de atrevimiento, me acerqué a la desvencijada verja que antecedía al jardín frontal... apoyando ambas manos en los pilares que la flanqueaban y de un salto, salvé la media altura de la pequeña puerta. Ahora, bajo la densa sombra del árbol y con los pies hollando el húmedo colchón de hojas acumuladas, estaba al fin frente a la puerta, y aunque forcé la vista, buscando a través del entramado de las barras de metal, algún indicio de presencia dentro de la casa, no descubrí más que un silencio que me heló la sangre. Advertí que los pájaros que hasta entonces habían trinado furiosamente, habían dejado sus melodiosos cantos, de manera brusca, inesperada. Al acercarme un poco más a la puerta, un impulso -y aunque lleno de horror , ya que comprendí que de algún modo, todo esto podría haber estado planificado, predestinado- hizo que intentara tan sólo empujar la reja... con un leve esfuerzo, una mínima presión, la puerta cedió por completo, con una estridencia de metal oxidado... una espantosa sensación me invadió por completo. Comencé a sentirme mareado. Pero algo, como una voluntad ciega, hacía que siguiera hacia adelante. Avancé unos cuántos pasos por el pasillo, al fondo del cuál podía verse una puerta pintada de verde. El pasillo era estrecho, agobiante. Las paredes, muy altas, estaban podridas, repletas de repugnantes manchas y quebraduras donde crecían unas pálidas hierbas de color enfermizo. A la derecha, la pared lindera ascendía hasta perderse de vista. La izquierda ostentaba una ventana de vidrios empañados por varias capas de suciedad, por lo que fue inútil mirar hacia adentro... con el corazón palpitante (podía sentir sus acompasados golpes en mi pecho) continué el recorrido hasta el final del pasillo... al llegar a la puerta verde, vi en ella una costra de hongos que se adhería a ella de manera abominable. Una vez más, sólo tuve que empujar con suavidad para poder ingresar, ahora sí, al interior de aquella misteriosa construcción. La oscuridad dominaba por completo aquella estancia. Lo único que podía percibir, era un penetrante olor a sal y a pescado. Un frío húmedo me provocó un temblor en todo el cuerpo y mientras sacaba del bolsillo de la camisa la caja de fósforos, un sonido llamó mi atención. Era un sonido lejano, pero no obstante, perceptible. Era como un arrullo... y contenía una dulzura que atenuaba el terror que crecía, acaso de manera inconsciente y a modo de advertencia, e invitaba al sueño... era como un rumor, teñido de nostálgicas evocaciones... como una caricia, que recordaba algo vivido, alegrías antiguas, ya extinguidas por los años y el olvido. Una repentina sensación de agobio, de tristeza, me invadió inexorablemente, y aferró mi garganta con dedos de acero... ese sonido me recordaba algo, perdido en algún rincón de la memoria, sepultado bajo el peso de incontables años de ocupaciones y estudios... Un nuevo impulso me sacó por un momento de mi abstracción. Un crujido seco sonó bajo mis pies; al agacharme, mis dedos se encontraron con una rama. Encendí la cerilla, y con ella, un pañuelo que até al extremo de la rama, formando una pequeña antorcha. El sonido, iba y venía, como cuando una ráfaga de viento dobla las mieses en los campos o como cuando la lluvia arrecia sobre un tejado para menguar de repente... ese sonido, en medio del ajetreo de la ciudad, en un mediodía de verano, era inadmisible. Sin embargo, podía escucharse por momentos con notable claridad. La luz dibujaba, en las paredes de viejos muebles, lívidos rombos, imprecisos y borrosos en medio de la fría oquedad... como si aquella maciza oscuridad devorase a la luz... unos pasos, al azar y me encontré con una ventana tapada por una gruesa cortina. Lo que sucedió a continuación, sólo podrá saber Dios si ha sido parte de mi imaginación o si realmente en este mundo puede suceder cosas semejantes, porque al descorrer la pesada tela, lo que vi fue, en su magnificencia eterna y centelleando a la luz del sol... ¡al mar!, en la ventana interior de una casa abandonada y en medio de la ciudad... el mar, el maravilloso mar, cuyas aguas resplandecientes enrollaban sus crestas espumosas en las blancas arenas de la playa... una miríada de móviles lentejuelas de luz, reflejos quebrados de la luz del sol, se desparramaban hasta el horizonte... y entonces, una lágrima ardiente surcó mi mejilla, mi cuerpo se abandonó y el horror desapareció... sólo un dulce sopor, una muelle gratitud me llenó el alma y me sentí caer, con suavidad, por un precipicio, lentamente... y una sonrisa dibujó mis labios en ese rostro de mirada agotada y de líneas que se curvaban alrededor de mis ojos marchitos.