Starry Night - Van Gogh

Starry Night - Van Gogh
Starry Night

jueves, 13 de junio de 2019

   Gustave Doré - Brunetto Latini (Divina Comedia, Infierno) 


lunes, 10 de junio de 2019

Dashiell Hammett - Cosecha Roja

Más de una vez he tenido la sensación, al leer esta novela, de estar viendo los arquetípicos personajes del cine norteamericano de los 40, en aquel delicioso blanco y negro, con sus claroscuros, sus ventanas cruzadas de cortinas en "V" invertida y las ramas de los árboles bailoteando detrás, a contraluz (un efecto que siempre me ha causado una notable e indescriptible sensación de confort, de calidez), de las lluvias nocturnas en las aceras desiertas con uno o dos personajes sospechosos recortados bajo la luz incierta de los faroles, y los sombreros ladeados, los cuellos de los impermeables levantados, los cigarrillos, brillando en la oscuridad como estrellas efímeras, y sobre todo ese lenguaje irónico, brutal, directo e ingenioso que Hammett, por haber vivido en aquella época poblada de gangsters, ha conocido tan bien, indudablemente. El mérito mayor -entre otros no mucho menos importantes- de "Cosecha roja" es la agilidad y la verosimilitud de los acontecimientos y los diálogos, siempre rápidos y cortantes. Otro acierto es la brevedad de los capítulos que conforman la novela. Son decididamente cortos e intensos a la vez. Esto agiliza la lectura y hace que la historia fluya sin asperezas ni complicaciones. La trama es sencilla en si misma, aunque lógicamente sufre ciertos enredos que sostienen y justifican su existencia. Un detective es contratado por un personaje importante de un pueblo minero, donde "los altos hornos, y sus chimeneas de ladrillo orientadas hacia una tétrica montaña daban a la ciudad un aspecto de suciedad uniforme, amarillenta y ahumada". Los crímenes eran en Personville -llamada Poisonville (Ciudad venenosa) por quiénes la habían conocido- algo corriente, casi normal y aceptado por sus habitantes; la corrupción y aquiescencia de la policía ante ciertos delitos, el contrabando de alcohol y los garitos clandestinos, repletos ellos de rufianes armados, los tiroteos y robos, formaban parte ya de su identidad malsana. El hombre quién contrata a el detective, es asesinado antes de que pudiera entrevistarse con éste siquiera; y este es solo el comienzo de una historia llena de complicaciones y mentiras, de falsas pistas y confabulaciones. No falta en esta admirable novela, la Femme fatale, las lluvias de plomo, la sangre y la muerte. Es un libro escrito en "blanco y negro"; sus personajes están sabiamente delineados y nos sugiere un poco la relatividad de la real existencia de la maldad y la bondad como cualidades genuinas, inherentes, en teoría, en los seres humanos. Algunos saben de mi fanatismo por el color; el Parnasianismo festeja esa exaltación. Todo en él es voluptuosidad, música, exotismo; resalta la estética por el brillo y la fuerza sublime de color vivo, latente, carnal. Bien, el Blanco y negro se toma en cine como una ausencia del color (se suele decir de un film, ¿es en color o en B&N?), aunque estos mismos sean colores. Debo confesar que tanto mi fanatismo por los rojos furiosos, sanguinolentos, por los azules nocturnos, lunares, marinos, de acuario, por los juegos y combinaciones posibles entre ellos, y con los otros, los amarillos, y los verdes, brillantes y apagados (las hojas de los árboles bajo la influencia de la luz mortecina de un día nublado y que por una extraño contrasentido toma un matiz mucho más vivo y sutil que bajo la luz poderosa del sol de verano) me agradan estos dos colores que serían tres en realidad, ya que el gris, ese color menospreciado, hace su amable y eficaz presencia en aquellos films mágicos donde los detectives estaban envueltos no solo en enredos argumentales y en sus trajes de cuello levantado y sus cigarros colgando de sus labios en uno de sus extremos, hacia abajo, sino que además, vivían en un mundo fabuloso donde sólo tres colores componen todas las cosas. La luz de las lámparas, los trajes, los coches, los ojos, el sol y la luna, las calles, la nieve, las lluvias dibujando eses continuas en los cristales de las ventanas, los carteles, las pistolas, las balas y hasta la sangre es gris, o negra. Todo es blanco y gris y negro. Ese es un mundo mágico donde más de una vez me hubiera gustado vivir. Hasta pensé en crear unos lentes (luego de buscar y buscar y comprobar su inexistencia), unas gafas donde la visión que éstas nos pudieran proporcionar sean un puro, dulce, romántico, ideal y perfecto blanco y negro...

Jorge Luis Borges - El informe de Brodie

"El informe de Brodie"; a diferencia de "El Aleph" o de "Ficciones", marca la vuelta a los temas más comunes, a la identidad de Buenos Aires, dejando de lado, aunque no totalmente, el elemento fantástico. El estilo directo, mucho más sintético y eficaz que el empleado en sus anteriores libros de relatos, aborda temas criollos, volviendo de esta manera al, si cabe, realismo, dejando de lado las constantes menciones, sea en poemas o en prosa o en ensayos, del tiempo recto o del tiempo cíclico, del río de Heráclito (que vendría a ser lo mismo; ese tiempo fugaz, lineal, sin principio ni fin), de los espejos y sus juegos matemáticos de horrorosas repeticiones infinitas, de los laberintos (otra forma de espejos enfrentados, de reflejos inciertos), de la literatura, de las espadas y de las clepsidras, y del Islam. 

Cada relato es un perfecto ejemplo de poder narrativo, de una notable capacidad de concentrar en pocas líneas, mucha acción, muchos acontecimientos, manteniendo sin embargo, ese estilo inconfundible de Borges. La economía de palabras, la reducción de digresiones, confieren a los relatos agilidad y fluidez. Se nota mucho la influencia en los cuentos contenidos en "El informe de Brodie" del poco conocido y maravilloso escritor francés Marcel Schwob, quién en sus formidables "Vidas imaginarias" cuenta mucho en pocos párrafos, aunque con la diferencia y siempre marcando de esta manera el estilo y la esencia de cada uno, de que Schwob recurre a breves aunque deslumbrantes destellos poéticos; Borges, en cambio, apela a una narración sin descripciones o al menos las necesarias, para llevara acabo la historia. Los relatos, que he disfrutado muchísimo, tienen una fuerza emocional a pesar del estilo en que son narrados, muy marcado. "La intrusa" es un cuento brutal. Tan bestial de puro real que nos indigna y asquea. Recuerdo que me dije para mis adentros "y pensar que esto pasaba en el mundo-y sigue pasando- hace tan solo unos sesenta o setenta años. Ahora entiendo más la liberación femenina y los derechos que reclaman y la violencia de género, etc.". Pocas páginas para un resultado muy satisfactorio y muy terrible. No menos gráfico y dramático es "El otro duelo". Dos gauchos que se tienen un odio incurable y que finalmente acuden a la guerra juntos son, luego, capturados por los vencedores y sometidos a una carrera. Aunque previamente serán degollados. De esta manera competirán y saciarán su odio y afán de competencia hasta el final. Hacen su aparición, en otros relatos, los elementos tan característicos del Buenos Aires antiguo: el de los cuchilleros, de los compadritos que paran en los almacenes de las esquinas, de los guapos y delincuentes, del tango y la guitarra, de los bailes, de la "farra", del puñal, del puñal como protagonista en el excelente cuento "El encuentro", donde dos puñales que conservan un odio legado por sus antiguos dueños -quienes se odiaban a su vez y se habían batido ya- y que duermen en una vitrina, impotentes, recelosos, uno al lado del otro, buscan la manera de "enfrentarse de nuevo" en un duelo, provocando una pelea entre dos invitados a un asado, en la quinta "Los laureles". Este relato, roza, a pesar del tono verídico y realista, lo fantástico, o lo sugiere como una hipótesis, al menos. En dos relatos he adivinado, más que en los otros, y los cuáles resultan un poco más laberínticos, pero solo un poco, el influjo mencionado de Marcel Schwob. Me refiero a "El duelo" y a "Guayaquil". "El evangelio según Marcos" es un cuento inquietante y en cierto modo macabro e igualmente que los anteriores, más que interesante. Creo que si tuviera que recomendar a quién no guste de Borges un libro, sería este. Aunque podría, también, sugerir la lectura del primer libro de poemas que escribió, hacia el año 1923, creo, y que es "Fervor de Buenos Aires"; o bien los de las conferencias escritas: "Siete noches" o "Borges oral". Pero en cuanto a relatos se refiere, sin dudas que sin comparten el amor por los barrios perdidos en el tiempo, conservados solo en la memoria –que no los ha conocido pero que los intuye, los imagina, los moldea- y en los escritos, en aquel Buenos Aires de matones en las esquinas, apoyados en faroles o fumando en grupos, hacia el ocaso, bajo la penumbra, quienes idealicen y agreguen una pincelada romántica a las calles, a los patios ajedrezados, blancos y negros, con aljibes, a los zaguanes, las rejas con jazmines, las puertas cancel, a las mesas domingueras bajo las parras que filtran fragmentos de sol en los manteles mientras se chupa el mate, quien imagine una joda, una farra en algún conventillo, donde se rasca la guitarra y en donde el puñal sediento se afloja con rapidez, este libro, o tal vez la sumatoria de todos los libros de Borges, sean de su agrado.
David Gilmour - "Where We Start"

domingo, 9 de junio de 2019

Valerio Zurlini - El desierto de los tártaros (1976)

Buzzati nos remite a Kafka, inexorablemente; sabe a tedio, a fracaso, a postergación infinita. También "El desierto de los Tártaros" de Valerio Zurlini deja un sabor agridulce, profundamente melancólico. Lo laberíntico, el destino circular del hombre (la espera de enemigos, que nunca llegan, hasta ver una luz de esperanza; para luego desilusionarse y volver a la espera), coronan este film. Giovanni Drogo es nombrado teniente y enviado a la fortaleza Bastiani, ubicada en el confín de frontera en medio de un desierto rocoso y yerto, donde se erigen las paredes amarillentas de la fortaleza. La monotonía y soledad del lugar hacen que Drogo pretenda irse rápidamente, pero por medio de evasiones, y lo burocrático de los trámites necesarios para su traspaso, lo convencen de quedarse cuatro meses más para luego concederle el traslado hacia alguna parte más alegre, con más vida y cercana a la ciudad. Drogo, con el paso del tiempo, de los años, se hace amigo del silencio, de la soledad, de la absurda rutina militar, del paisaje reseco, del viento en los corredores, de los idénticos y mecánicos cambios de guardia, de la eterna espera de la llegada de tropas enemigas... una fuerza irresistible parece adueñarse de él y consagrarlo a una espera que en el fondo sabe estéril. El existencialismo se hace presente en esta novela, plagada de nostalgia por el tiempo perdido, por el cuestionamiento sobre las decisiones tomadas, por la certidumbre terrible de la huída del tiempo, por lo ridículos que resultan algunos de nuestros hábitos. El final en la novela (no así en este film) es magnífico y deja un leve sabor a victoria en medio de una derrota evidente. Las últimas palabras son sencillamente conmovedoras... Spoiler: El final del film no se corresponde al glorioso final de la novela de Dino Buzzati; en el film, Drogo muere en el carro, triste, fracasado, impotente, luego de una vida consagrada a la fortaleza, al servicio militar; en el final del libro, que hasta las últimas páginas es realmente devastador, deja como dije anteriormente un agradable gusto a triunfo... y nada menos que una victoria sonriente, llena de coraje, contra el peor de los enemigos que tiene el hombre; la muerte.

GUSTAVE FLAUBERT - LA TENTACIÓN DE SAN ANTONIO

Se dijo de este libro que es enciclopédico, de difícil o imposible lectura, lo cuál es cierto, y sin embargo, esa verdad no anula el efecto de la belleza precisa y extraña de su maravillosa prosa poética. Flaubert, se cuenta, quedó fascinado al contemplar un cuadro en el palacio Balbi, en Génova; ese cuadro era "La tentación de San Antonio" de Pieter Brueghel. Bosch y Bruegel fueron dos pintores únicos, adelantados a su tiempo, extraordinarios, cuya genialidad no ha envejecido, sino por el contrario, pareciera que sus trabajos irán tomando fuerza con el correr de los años. Flaubert, entonces, maravillado ante semejante cuadro, decide realizar una obra de teatro utilizando el mismo tema. Una vez acabado el libro, se lo presenta a dos amigos, quiénes rechazan la obra, aparentemente, demasiado extensa y compleja. Flaubert, acorta el número de páginas, pero no su intensidad. El resultado, es un conjunto de brillantes líneas, muchas de ellas inolvidables, por su frescura, por su calidad pictórica, por su originalidad indiscutible, porque es en definitiva, una magnífica obra de arte, un inusual, único y fabuloso ejercicio literario, cuyo fuerte es lo visual, que tiene su fuerza en el poderío de su prosa expresiva, exquisita. Hay que tener en cuenta, que las visiones que acosan a San Antonio, son sucesivas, y como en una pesadilla, las imágenes horribles, aparecen y se esfuman con la fragilidad de un sueño; la confusión es comprensible, entonces, ya que son múltiples los personajes que aparecen para confundir y atormentar al santo. Tantos son los personajes que van surgiendo ante la vista de San Antonio, que llegan a tornar por momentos demasiado complicada la lectura. De por sí, el estilo adoptado por Flaubert en esta obra, es cortante, similar a los retazos inolvidables y perfectos de Salambó, pero mucho más difíciles, cercanos al surrealismo más impenetrable. Aun así, se disfruta. Se disfruta la imaginación del autor, se disfruta la palabra, cuidadosamente escogida. Se disfruta el estar leyendo algo único, irrepetible. Si uno se deja llevar por la formidable corriente poética, pletórica de monstruosas apariciones, salidas de mismo infierno, propias de la pesadilla, el libro es una experiencia fantástica. De todos los nombres que se le aparecen a Antonio, desde los Dioses, monstruos, personajes históricos, animales fabulosos, mitológicos, ni la mitad he encontrado, ya sea en diccionarios, ya sea en la web; esa búsqueda, atrasó demasiado la lectura y la complicó aun más. Decidí, entonces, cortar con esa escrupulosa necesidad de saberlo todo, de entenderlo todo; y me dejé, finalmente, llevar por las nada amables visiones que sufre el santo a lo largo de todo el libro. Este es un libro donde sobreviven fragmentos, no, en cambio, la totalidad. La totalidad puede ser confusa, velada, abstracta. Los párrafos que la conforman, formidables, brillantes. La profundidad de los diálogos, del fondo, no es el fuerte del libro. Sí, en cambio, las formas. Aunque los personajes intentan debilitar (la ya debilitada) fe de San Antonio, tentándolo con riquezas, mostrando los horrores y las bellezas de Dioses paganos, pocas veces hay algún diálogo de contenido filosófico digno de mención, salvo, tal vez, su conversación con El Diablo. Esta reseña jamás podrá hacerle honor a semejante obra; ni un poco. Una vez más, Flaubert lo ha logrado. El escritor para escritores, como dijo Henry James (A writer´s writer) afortunadamente puede ser leído, con paciencia y dedicación, por todos nosotros.

TIERRAS HOSTILES - EN LA FRONTERA, POR CORMAC MCCARTHY

Siempre que un libro consigue hacerme llorar, no dejo de extrañarme de semejante prodigio, porque, ¿qué es un libro, sino una serie de símbolos impresos en papel? ¿No sabemos desde el inicio que se trata de una ficción, surgida de la imaginación del artista? Y sin embargo, desde el principio, McCarthy nos sumerge mágicamente en su acostumbrado mundo salvaje, donde sus personajes tropiezan una y otra vez con el duro e ineludible destino que su ámbito, cruel y despiadado, depara a todos aquellos nacidos en esas tierras -y en aquellos tiempos- quebradas por soles idénticamente indiferentes al sufrimiento humano y animal; porque la historia es muy simple y hasta diría monótona, y esto es precisamente lo que me gusta de McCarthy. No busca historias fabulosas dentro de las historias; no acude a romances, ni a un argumento definido, sino que, muy al contrario, elude esas técnicas narrativas para centrarse en la mera descripción de la vida de dos jóvenes muchachos y su lucha por la supervivencia en un clima hostil, burdo, grosero, sembrado de personas ora indiferentes, ora viles, que se mueven como en un sueño terrible a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, entre llanuras solitarias y montañas nevadas, soportando lluvias y frío y hambre, en un periplo tan absurdo, tan innecesario como vital para el crecimiento y la formación de sus personalidades, forjadas al rojo vivo bajo el implacable martillo de sus sinos no escogidos... y es así como el lento, ineluctable discurrir de sus días se nos hace carne y absorbemos, en un acto involuntario -aunque tenaz- de empatía, y no sin estremecimientos de angustia, de sus avatares sin testigos y nada gloriosos, invisibles para todos salvo para el autor, el lector y el Dios omnipresente. No existe una historia que resumir. Sólo unas vidas miserables fluyendo en zig zag, sin rumbo, sin un propósito, sin amor ni amistad, mezcladas en su camino con la tenebrosa presencia del hombre y bajo cielos rutilantes de estrellas y "domos de lunas membranosas" y vientos secos, y gitanos y mujeres que pasan fugazmente por sus vidas para desvanecerse como una bruma y en los llanos fogatas solitarias que iluminan los ojos absortos de sus caballos y su perro "mudo" y conversaciones casuales con extraños que hablan y filosofan acerca de la vida bajo el negro dosel de la noche... hasta el final del libro, el cuál es maravilloso y me arrancó una lágrimas, irrefrenables y desde luego merecidas, como si yo hubiera sido parte real de esta historia ficticia... como si esa última escena la hubiera visto, sentido, con mis propios ojos, con mi carne, mi piel, mi sangre... como si esa final demostración de un alma resquebrajada, mutilada, pero donde, no obstante, brilla aún un signo de dulzura y de bondad en ese atisbo de remordimiento, hubiera sido percibida por mí mismo... siempre me pregunto: ¿Cuál es la magia de las letras? ¿Cuál su genial sortilegio?. Afortunadamente y como dije alguna vez, los libros son claves cerradas, enigmas encriptados, y como la música, su secreto inasequible es oscuro y eterno.

Solución garantizada

Caminó sin rumbo por las galerías, mirando distraídamente los escaparates iluminados y las vidrieras que enseñaban mercancías ordenadas y apiladas sobre escalones cubiertos con telas de colores que formaban diferentes niveles de altura, con los precios impresos en carteles, o colgado de finos hilos que surgían desde el techo. Los parlantes soltaban una canción melosa, repetitiva, irritante. Con las manos en los bolsillos se dejó llevar por el azar; más con el deseo de pasear sin destino cierto, que con el afán de comprar alguna cosa. Silbó la canción melosa -ahora sonaba un jingle pegajoso- sin darse cuenta y sonrió levemente. Anduvo deambulando así, por el espacio de una hora; deteniéndose en algún negocio para mirar brevemente y desviar luego la vista hacia otro lado. La gente salía de los comercios con bolsas y paquetes, con aspecto de felicidad y conformismo, solas o en grupos, riéndose, o dándose golpes con los codos en señal de complicidad. Bajo un cartel donde chirriantes letras rojas de neón parpadeaban el nombre de un bar, un viejo sorbía su café y fumaba, reconcentrado en un periódico, mientras daba pequeños golpes con el cigarrillo sobre el cenicero. Su cara cenicienta parecía una vela derretida. Debajo de los ojos, unas líneas pardas y horribles de piel se plegaban unas sobre otras, aumentadas por las gafas de aumento que llevaba montadas sobre una nariz enorme, morada y granulosa. Sintió un estremecimiento, como si la simple visión de aquel hombre le produjera un contacto frío, como la piel suave y resbaladiza y helada de un pez. En un recodo, vio una de las salidas de la galería. Fue hacia allí, y bajó los escalones lentamente. La salida daba a un paredón, que corría de manera transversal, terminando en otras dos bocas, una hacia la avenida principal y la otra hacia un patio, al aire libre y bajo la luz neblinosa y menguante del crepúsculo. En ese espacio abierto, que desembocaba a su vez en el interior de un barrio de casas bajas, otros negocios exhibían sus prendas expuestas sobre cajas, sostenidas por caballetes de madera. Antes del patio, y sobre ese estrecho túnel sumido en la semi-penumbra, se encajonaban unos tres o cuatro comercios que llamaron su atención. Una pescadería, que enseñaba los vientres pálidos y escamosos de los pescados, llenaba el pasaje de un penetrante vaho de mar y que se confundía fantásticamente con el dulce aroma de las especias de la tienda contigua. Sobre la vereda adoquinada, una serie de tambores colocados uno al lado del otro, exhibían cuencos de barro cocido con polvos y hierbas de diversos olores y texturas y colores. En la punta de una pértiga, un fanal amarillo bañaba la mercancía con una luz imprecisa e irreal. En la otra tienda, una gran cantidad de telas orientales colgaban de sus perchas y se balanceaban con el viento cálido del atardecer. Las telas eran rojas, estampadas con dibujos de flores o animales, azules y violetas, con estrellas doradas y lunas de plata. Una mujer boliviana, tocada con un sombrero de fieltro, y vestida con una falda bordó con guardas floreadas, vendía, en canastos de mimbre, ajos, ajíes, cebollas y limones y estaba sentada sobre una manta, apoyada la espalda sobre la pared opuesta a la de los comercios y cantaba por lo bajo una canción triste de su tierra. En la otra tienda y bajo un toldo anaranjado, una tabla de madera dejaba a la vista una singular cantidad de pequeños hornos de arcilla en cuyos corazones ahuecados ardían las llamas de las velas y expulsaban perfumes embriagadores que evocaban paisajes lejanos, humedecidos por las lluvias, quebrados por el calor, iluminados por lunas de oro. Se encontró con la fija mirada de una mujer gitana, que había salido detrás de un cortinado púrpura. Los ojos de la mujer, refulgían con una extraña luz bajo los párpados exuberantes... ésta parecía resbalar sobre la acerada superficie de sus pupilas negras. Le preguntó si quería saber algunos precios. Su voz era ondulante y suave. Llevaba en la cabeza un pañuelo azul, constelado de cuentas transparentes como gotas de agua cuajada, mientras dos grandes aros se balanceaban ante cada movimiento. Lo envolvió el perfume de los aceites y la aterciopelada mirada de la gitana y sintió un leve mareo; se aferró a la punta de la tabla de madera y buscó una bocanada de aire fresco, aspirando profundamente. Sintió el contacto cálido de la mano sedosa de la joven y un fugaz relampagueo brilló en la pulsera de su mano derecha. Le preguntó si se sentía bien. Él asintió. Vio, en un cartel de madera grabada a fuego las singulares palabras: “Solución garantizada”. La mujer le propuso pasar detrás del cortinado, para revelarle el futuro. En otra ocasión, se habría reído de semejante despropósito. Descreía del arte adivinatorio, y le repugnaba la ignorancia de la gente, a la cuál despreciaba con sumo convencimiento. Sin embargo, había algo en aquella mujer; un poder sedante, intimidatorio, aunque no violento... algo que inducía al sueño, al reparo y al descanso. Un oasis en medio de un desierto abrasador, pensó. Asintió con la cabeza y se asombró, sin embargo, de su respuesta. Ella entrelazó muy suavemente sus dedos con los suyos y lo condujo hacia atrás mientras clavaba en sus ojos su mirada de seda. Observó, en su delicada mano, un anillo que pareció moverse, temblar y romperse, como una imagen reflejada en el agua que rizara la corriente... una vez más se sorprendió de sus absurdos pensamientos. El anillo era de plata maciza; una serpiente de plata azulada, que se enroscaba sobre sí misma, sostenía en su boca una bola de oro rojo. La voz cimbreó y pareció repetirse en la pequeña sala, detrás de cortina. Le llamó la atención que los ruidos y voces del pasaje se escucharan tan lejanos; apenas audibles. Un aturdimiento le obligó a sacudir la cabeza varias veces. Los sonidos se alejaban, cada vez más, atenuados por el moaré de ese mar púrpura que movía el viento. ¡Pero que estoy diciendo!, exclamó horrorizado, asustado de sus propios desvaríos. No ha dicho usted una sola palabra, dijo ella, sonriendo con la mitad del rostro... imaginó su alma hendida por la mirada de sus ojos oscuros, traspasarla, dominarla, someterla, y, sin embargo, no experimentó ningún temor. Él se dejó llevar, una vez más, por ese sopor exquisito. Una fragante ráfaga le llegó de repente, de lo que parecía emanar de su piel satinada, de tono oliváceo; un aroma crudo, salvaje, voluptuoso. Un aroma de sangre, pensó. Se sentó en una silla y ella hizo lo propio, frente a él. Le preguntó su nombre. Se lo dijo y a continuación respondió, como movido por una voluntad ciega, ajena y en un susurro: "Existen ciertos días del verano, donde una congoja incierta me oprime el alma, la aplasta, la retuerce; sobre todo cuando veo en las veredas, las manchas de sombra que la luz del sol dibuja a través de las hojas de los árboles. El sonido de las hojas al rozarse, y las sombras móviles proyectadas en el suelo me imprimen un profundo dolor, del que no puedo escapar. Siempre elijo, por esto, las veredas empapadas de sol. De sol pleno, más blanco que amarillo, de sol caliente, fulgurante, vivo, palpitante. Cuando los árboles obstruyen su benéfico influjo, una nube de pesar se cierne sobre mi ánimo. El murmullo de las ramas y la hojas y la sombra de ceniza me recuerdan días fríos de la infancia. Conservo de ella, no obstante, recuerdos agradables. De pequeño jugaba entre los juncales, trepaba a los árboles, hacía casas con barro, dejaba flotando hojas secas en las zanjas crecidas por las lluvias, pero cuando llegaba la hora del crepúsculo, algo se rompía dentro de mí. Algo laceraba mi alma infantil. La luz agonizante, los colores que se apagaban de a poco en el cielo, el horizonte teñido de un rosa desvaído, viejo y ajado como un papel marchito, no le hacían justicia al esplendor del día. Pero, cosa curiosa, una vez pasado ese momento, después de que la última luz luchara contra la creciente masa de sombras que la devoraban sin remedio, y cuando ese tono azulado aunque esplendente, repleto de vida aun, imprimía su magia sobre todas las cosas, esa amargura desaparecía por completo, dejando lugar a una jubilosa resignación, más parecida, creo yo, a una aceptación... entonces, aparecían esas luminarias en el aire azul del verano, encendiéndose y apagándose, esparcidas y móviles; cuando atrapaba a una, la mantenía dentro de mi mano, con los dedos entreabiertos, lo suficiente como para poder ver la luz que parpadeaba, dorada, en la palma de mi mano. Luego la soltaba y la dejaba volar junto a las otras. Tengo recuerdos de los días de estudio, en los patios de cemento, en medio del frío del invierno; me veo a mí mismo soltando chorros de vapor por mi boca y mi nariz al respirar, cantar el himno y luego entrar a la sala, donde el pizarrón se llenaba de letras y números, tan fríos como el aire cristalino del exterior. Los paisajes hermosos me lastiman, me hiere su grandiosidad; y sin embargo, muchas veces siento soledad en el pleno centro de la capital, con la gente hormigueando, apurada y como manejada por propósitos desconocidos hasta para ellos mismos; apretados por sus trajes, prisioneros de horarios, engullendo la vida de a grandes bocados; todo esto siempre me causó una gran decepción, una profunda tristeza. Siempre me pregunté, de alguna manera, cuál era el fin de este juego. Nacemos, competimos, somos reprendidos, festejados, copiamos las conductas de los otros, que a su vez copian las conductas nuestras, deseamos y repudiamos, se llega a la madurez, sin saber siquiera que fue lo que pasó ni como fue que pasó, nos adherimos a vicios, a hábitos, para despejar las nubes que amenazan la tranquilidad -y que tal vez sea ese rayo que lucidez que transporte el gran secreto- sentimos remordimientos por esos hábitos, y los cambiamos por otros más atroces, más dañinos, porque, aunque éstos mismos no sean nocivos, tienen por objetivo ocultar el verdadero sentido de la vida; creo que el tiempo, es la respuesta. El paso del tiempo, que sabemos inexorable. Imagino que el ruido de la vida que nos imponemos, las mil ocupaciones vanas, desagradables o estimadas, son para eludir ese conocimiento que vamos tapando constantemente para no sentir el vértigo ineludible de la eternidad. Entonces, que hacer, eh?... ante el implacable enemigo que acecha y que trae recuerdos revestidos de oro, desprovistos engañosamente de todo error, de toda fealdad y que aniquila el presente, tan fugaz, tan efímero pero tanto más importante que esos restos, despojos inútiles del pasado?.” Suspiró con alivio, extrañamente admirado por semejante marejada catártica. Levantó los ojos y los dirigió hacia los de ella, que lo observaba seriamente. La mujer se levantó y salió un momento sin emitir sonido alguno. Volvió con una pequeña bolsa de yute, atada en la parte superior con un lazo bermejo. Sin dar ninguna explicación, desanudó el lazo y abrió la bolsa. En su interior, reposaba un polvo diamantino, que centelleaba con mil reflejos bajo la luz tremolante de las bujías. Una vez más depositó en él su intensa mirada, donde hervían arcanas hechicerías; sintió sobre los párpados, un peso irresistible, ineluctable... sus ojos vieron el rostro hermoso de la mujer y en él, una mirada profunda, de una negrura abisal constelada de estrellas rutilantes. Tomó sus manos y susurró, melodiosamente, la palabra: "chanorgú" mientras soplaba desde la palma de su mano, una nube del prístino polvo sobre su rostro. La tienda pareció extenderse, alargarse y contraerse, ora iluminada con una dorada incandescencia de fuente desconocida, ora sumida en la más luctuosa de las tinieblas, que se espesaron casi tangibles a su alrededor, como tentáculos primigenios; no obstante, jamás sintió temor alguno... la luz fue filtrando sus venas de oro y plata entre la densa masa de oscuridad, y disipó las sombras y las venció y arrastró fuera de este mundo... una calma interior se propagó hasta las más recónditas fibras de sus ser, dejándolo en un completo estado de placidez. "Chanorgú", fue lo último que escuchó... Cuando miró a su alrededor, estaba parado frente a un estante de madera, donde azules lenguas de fuego crepitaban en las entrañas de pequeños hornos y en donde bullían los aceites aromáticos y humeaban las varas de sándalo e incienso. Miró, algo desconcertado, a una mujer que acababa de salir detrás de un cortinado purpúreo. Ella le sonrió y le preguntó si estaba interesado en algunos de sus articulos. Él negó con amabilidad, dio las gracias y se encaminó rumbo al patio, donde todavía se demoraba la postrera luz del crepúsculo. Miró hacia atrás, pero la mujer ya no estaba allí. Vio en el cielo un cúmulo de nubes arracimadas, en cuyos algodonosos vientres estallaba un incendio de oro y fuego; hacia el horizonte, la agónica luz contendía con el progresivo avance de la noche; permaneció un rato contemplando la gloria del atardecer, y, preso de un súbito, irrefrenable impulso de alegría, desapareció por el laberinto de callejuelas de casas bajas... silbando y sonriendo.